domingo, 3 de junio de 2012

Montegordo


Montegordo es la playa de Vila Real de Santo Antonio, el pueblo vecino de Ayamonte, de diseño perfectamente pombaliano, una especie de Baixa en plan modesto. Montegordo en abril es algo aburrido. Me imagino que en agosto dará más de sí, pero ahora apenas hay cuatro o cinco ejemplares  rubios y hermosos (sobre todo una)  alojados, no se sabe a cuento de qué, en uno de los hoteles casi vacíos del lugar. Si descontamos a los habitantes del espacio-tiempo a que me refiero, el resto son idosos, porque tienen mucha idade, jubilados que ocupan el hotel más tradicional y que pasean por las calles y por la playa como animales protegidos y bien cuidados de un zoo al aire libre. La sociedad – que incluye autoridades, empleados del sector turístico y un párroco- ha exhibido hasta ahora a estos especímenes con un no disimulado orgullo, como presumiendo, con aires de decir “qué bien tratamos a todos excepto a los drogadictos”. Pero esto ha cambiado radicalmente ahora: al abrirse  la veda del copago, ya  hay atisbos de que se empieza a incluir a tanto idoso en la mirada agresiva que se destina a los extranjeros pobres. Entre estos sujetos sometidos al vaivén de la crisis, y cuyo conjunto también es conocido como el desguace, estoy yo.
Montegordo, siguiendo con el tema, es muy diferente de nuestra amada patria en algunos detalles. Sí, porque cruzas el Guadiana y cambia la organización. Pero mucho, en concreto lo concerniente a las bombonas de butano, al adoquinado de las calles, a los contenedores de basura, al negocio de las playas, al papel de los perros en la sociedad, incluso al lenguaje, en fin, para qué seguir. En primer lugar parece mentira que, siendo una zona residencial llena de casitas con jardín, produzca tan exigua cantidad de vecinos con chándal y de perros vistosos. Sinceramente, perros esmerados sólo hay dos. Puede que no sea lógico, pero es así. En mi barrio de Madrid, con más o menos la misma densidad de gente, hay unos doscientos cincuenta cánidos de esos tan pulidos, y el ochenta por ciento deja sus ñórdigas en la calle.  Perros de asfalto sin amo hay en concreto tres, pero con matices: uno, el más grande, hace muchas fiestas a según quién pasa,  y salta para lamerle la boca a uno de ellos, lo que lleva a conjeturar que es cuidado a distancia por ciertos miembros del espacio-tiempo aunque no lo alojen en su domicilio. Éste es blanco. El segundo, pequeño y negro, tiene todas las trazas de encarnar un rol fijo, e incluso solemne, en la comunidad de vecinos como aullador rutinario: se pone en el centro de una calle peatonal y aúlla sin convicción y sin estridencias, sin levantar excesivamente la cabeza, indiferente a toda la caterva de pies que lo rodean, durante aproximadamente dos horas. El tercero tiene bocio. Se me olvidaba, hay otro perro, pero no es de asfalto: Iba yo caminando por las matas y rastrojos del campo y, como siempre, me entró el capricho (sí, porque no era necesidad perentoria) de orinar al aire libre. Cuando ya estaba todo dispuesto veo a un can macizo y policial a unos cincuenta metros. Sin guardar la compostura y con una ligereza impropia de mi edad le evité.
Otras diferencias esenciales afectan a los contenedores, mucho más especializados  que  en nuestra patria. Los de las zonas hoteleras, por ejemplo, son como setas hundidas en el adoquinado, gigantescas, circulares y excavadas en el suelo. Deben de ser sólo para enormes bolsas de basura. Y muchos amos de casa llorarán de emoción al saber esto: hay contenedores de color verde destinados al aceite usado ¿No es maravilloso? Que los amos de casa no tengan que reunir litros de aceite sucio para llevarlo a un punto limpio es emocionante
¿Y qué decir del adoquinado? Pues depende de cómo se mire, pues ya sabemos que todo es relativo. Por una parte, bien; por las partes propincuas a la playa los adoquines forman un piso estable, regular, homogéneo, y la ancianidad puede pisar sin peligro de quedarse peor de lo que está. Pero por el resto de las partes el suelo se ha adunado, quiero decir que, a semejanza de las dunas, se curva de maneras caprichosas, siguiendo la trayectoria de las raíces arbóreas, dejando adoquines sueltos por todas partes. La culpa de este desaguisado hay que achacarla a las medias tintas: o eres ecológico (y entonces no pones adoquines por todas partes intentando contener la expansión furiosa de las raíces) o no lo eres (y entonces destruyes los árboles antes de poner adoquines), pero la autoridad adoquinadora  es tibia y propicia a las medias tintas.
 La gente portuguesa es peculiar. Pasas el Guadiana, como ya he dicho,  y cambia la organización. Por ejemplo, suelen saber hablar español, cosa que a los españoles – que ni sabemos ni queremos decir bom dia- nos suele parecer absolutamente natural y lógico. Pero su lenguaje es distinto, incluso el de las crianzinhas y las gitanas que, sin embargo, visten igual que en España. Lo más llamativo de su organización lingüística es cómo llaman a sus peluqueros, nada menos que cabaleireiros. ¿Qué español con un mínimo de prurito lingüístico no se va corriendo a cortar el pelo al pisar suelo luso?
También están organizadas de otra manera las playas. En algunos  países se permite teóricamente una abusiva mezcolanza entre gente rica y pobre, en otras hay que pagar por entrar; en este país que piso lo que importa es la geometría: Como si hubiera venido el marqués de Pombal a organizarlo todo, la playa se haya dividida y distribuida en cuadrados exactos, no lo dibujo porque no me apetece, pero es un cuadrado concessionado a una empresa, otro a otra, un cuadrado libre, un cuadrado concessionado a una empresa, otro igual, uno libre…en fin, el que se quiera enterar que visite cualquier playa de por aquí. Los concesionarios de los diferentes cuadrados, en lugar de prohibir terminantemente fumar (que sería lo más fácil) o de poner grandes contenedores en la arena, adornan cada sombrilla de un artilugio de color rojo, como un vaso con agujeros, de manera tal que la ceniza cae a la arena y lo que se llama propiamente el pucho se queda en el vaso y se puede tirar luego  al contenedor. Si en España se pusieran dichos objetos en las puertas de las empresas, colegios o bares, o se obligase a los fumadores a poseer un vaso portugués, no estarían estos lugares apestados de puchos. No lo digo por dar ideas, ni mucho menos. Y no se crea que los cuadrados concessionados son fruto de puro enchufe o nepotismo burdo. La concesión lleva aneja otras responsabilidades además de la de colocar el vaso portugués, pues deben contratar el servicio de nadador salvador. A mí, la verdad, me gusta mucho esta denominación, me parece más expresiva que la de socorrista. Y sobre todo, más concreta y especializada, pues no nos lleva a un gilipollas de esos que hacen favores a todo el mundo, que socorren por socorrer, con paternalismo y ñoñez, sino a unos especialistas que salvan a uno que se ahoga, y eso es lo que la sociedad demanda, un especialista (y perdón si me estoy alterando) Y para eso, claro, tiene que nadar…

sábado, 14 de mayo de 2011

Chicas pimentoneras

Historias de la calle Pimienta.
1. Una chica mala, malísima.
Soukaina es una chica mala del barrio. Para empezar, os voy a decir algo de ella para que la vayáis conociendo: es alta, delgada, cara llena de espinillas, nariz salpicada de pecas, mirada perversa (pero, eso sí, cuando menos te lo esperas, sus ojos grandes parecen de miel y no es por el color, sino por lo tiernecito o lo triste que miran, pero eso pasa sólo cuando se descuida).
Soukaina parece siempre contenta cuando está con sus amigas, pero con el resto de la gente parece siempre dispuesta a la pelea.
Pues bien, para que veáis lo mala que es os contaré dos hazañas suyas recientes. La primera se titula Las playeras de Luisma, y es que sucedió lo siguiente:
Este Luisma estaba bastante satisfecho de sus nuevas playeras, que eran blancas con franjas rojas. Iba solo por la calle Pimienta y andaba como saltando, tranquilo porque para él, en ese momento, todo estaba bien, aunque ya tenía bastante hambre y pensaba en las albóndigas que le esperaban en casa. No sabía que la calle era una selva y que era observado por una fierecilla peligrosa; en efecto, Soukaina le acechaba con una de sus miradas, la malvada, la perversa.
Le sale al encuentro sonriente, le dice je, je, le hace una llave sujetándole por la nuca y los brazos, le derriba sin problemas, le tapa la boca con un trapo empapado de disolvente, le deja descalzo y se lleva las playeras blancas con franjas rojas, sin correr.
Pero Luisma se pone a llorar, no grita “me han quitado las playeras”, pero llora a gritos. Soukaina está todavía cerca y se ríe como una hiena, pero tiene la debilidad de mirar a Luisma, le ve pataleando en el suelo, se le pone la otra mirada, la triste o la dulce, vuelve molesta con ella misma por ser tan blanda, y le devuelve las playeras, eso sí, no se las deja ahí sino que se las tira a las narices y se va furiosa.
Luisma llega a casa llorando. Sólo está su hermano mayor, Iván, y le cuenta entre hipos lo que ha pasado. Iván no quiere pegar a Soukaina porque no es legal pegar a una chica, así que pide venganza a la hermana de Soukaina, una tal Sandra que no es precisamente una chica fina: “o lo arreglas tú o ya veremos lo que va a pasar aquí” le dice Iván.
Sandra entiende lo que tiene que hacer.
Las dos hermanas van juntas al Instituto, tan tranquilas. Pero ese día Sandra espera con el colmillo retorcido a que llegue a la puerta Luisma y, delante de él y del público asistente, y después de haberle gritado a su hermana algunas lindezas que no se pueden poner aquí, propina a Soukaina tres sopapos que se oyen en la carnicería de enfrente.
Soukaina se lanza a por su hermana, pero no la alcanza, y llora, y además moquea, y hay muchos que se ríen de ella, porque hay mucha mala gente.
2. La otra historia es de novios y esas cosas.
Soukaina tiene una amiga que se llama Nerea y que es casi tan mala como ella. Dicen que es atractiva, que tiene los ojos bonitos, que sonríe muy bien aunque algo torcida. Lo dicen, así que será verdad. El caso es que Nerea tiene una especie de novio.
Soukaina, por no ser menos que Nerea, tiene otra especie de novio. Lo que pasa es que la especie de novio de Soukaina dicen, aunque no sabemos si es cierto porque no lo conocemos, que es una especie de bestia que tiene el cerebro en los puños. Se llama Enrique.
Pues el caso es que Soukaina empieza a tontear con el novio de Nerea. Nerea al principio aguanta. Pero sólo al principio. Cuando se cansa de aguantar, rumia venganza, se pone furiosa, y va a hablar ¿con quién? Con Enrique, ese chico que dicen que es como una bestia etc. Enrique, con lo fino e inteligente que es, según dicen, ya os podéis imaginar cómo reacciona: no precisamente dialogando…
3. Conclusión
Total, que la pobre y malvada Soukaina, al final, recibe palos por todas partes. A mí me gustaría –es una opinión personal- que siguiera siendo muy malísima, pero que no recibiera tantos palos.

sábado, 16 de mayo de 2009

Patio

Han vuelto






Han vuelto

Me había casi resignado a no verlos. Otros más vistosos ocupaban su espacio, o más grandes. Mirlos, palomas, urracas…A estos nuevos no les reprocho casi nada, sobre todo ahora que están dinámicos y juguetones tejiendo los nidos. Pero mis preferidos son los gorriones. Faltaron o los eché en falta durante casi un año y yo pensaba que habían desaparecido,  ese concierto de piares en los árboles y en las aceras. Suponía que les había faltado competitividad y se habían retirado. Pero un buen día de primavera, cuando ya el recuerdo de Claudio Rodríguez se me estaba perdiendo entre las líneas borrosas de los sueños, ahí estaban ellos, pardos, cotidianos, insignificantes, inquietos, los pájaros de asfalto. No son tantos como antes, pero ya anidan otra vez  y son suficientes para recordar nítidamente al poeta, tan sencillos y tan a la mano como él, tan necesarios.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Nostalgia

Para empezar, un cuento de lesbianas:

Plácido

0.    Cumpleaños de Dulcinea

Ya he podido leer el famoso cuento,  porque hoy he cumplido doce años. Mis madres me lo tenían prometido desde hace mucho, desde que empecé a hacer preguntas difíciles. Ahora mi madre preferida, Silvia,  me tendrá que explicar algunas cosas que no entiendo bien, sé que me lo explicará perfectamente, me fío de ella. Odio al imbécil que mató a mi padre biológico, más que por matarle porque no entendió a Plácido. En realidad, parece que no entendió nada, porque yo lo único que sé realmente es que los tres se querían y me querían a mí desde antes de que yo naciera. Para mí, el único defecto que tuvo mi padre fue ser amigo de ese maniático envidioso. Todo lo demás que he sabido de él, sus fotos, sus versos y sus historias me parece perfecto y encantador. ¡Cómo me hubiera gustado conocerle! Y lo único bueno que veo en el que escribió lo que sigue es que se mató. También me hubiera gustado conocerle,  pero sólo para decirle lo estúpido que demuestra ser por llamar gorda a mi madre Natalia y por lo de la ortografía.  El relato a mí me parece bastante cursi y retorcido, pero era el único secreto que tenían mis madres conmigo. Y hoy ya no hay secretos para mí. Esto es lo que ese maldito imbécil mandó por carta certificada a mis madres hace doce años, con matasellos de Gijón, el seis de octubre de 2008.

1. Nostalgia

A una edad en que lo más apropiado –desde mi punto de vista- es matricularse en  algún curso de baile de salón, practicar el pádel o incorporarse a dos o tres clubes  de cicloturismo, él había fundado una ONG absurda, una ONG etimológica llamada Nostalgia.

 

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Plácido, la verdad, no estaba nada bien de la cabeza, pero eso no importaba mucho cuando se observa cómo está el patio. Había sido un funcionario cumplidor, de corbata negra, casi siempre afeitado, cordial y alegre con sus compañeros de trabajo y atento con los ciudadanos cuando requerían sus servicios. Pero, por mucha jovialidad que aparentara, vivía en un mundo raro y lejano. A punto ya de cumplir sesenta años, con tres nietos de los que sólo la mayor se movía con cierta gracia, mantenía con Silvia-la mujer más inteligente que conozco, aunque con faltas de ortografía- una sociedad normalmente tranquila y respetuosa de individuos  mutuamente despegados. Plácido tenía la mirada, como dicen de los habitantes de Babia, muy lejos, lo que no le estorbaba para manifestar, a veces hasta con palmadas, un entusiasmo pueril por cualquier cosa que se agitase alegremente, fueran pajaritos, hurones, ardillas o personas humanas.  Se las daba de intelectual con cierto motivo, pues llevaba varios lustros dedicándose en sus generosos ratos libres de funcionario, al gaélico, al obispo Berckeley  y a  la historia de Bizancio. El albanés lo dejó cuando sus hijos le convencieron de que era un idioma sólo para espías. No eran aficiones que le acercaran demasiado a la realidad circundante, pero pensaba acerca de ellas, y yo estoy de acuerdo, que tampoco molestaban a nadie.

Fundó Nostalgia, creo yo, por aburrimiento, pero, según los estatutos, para enseñar la historia de las palabras y sus diversas connotaciones a inmigrantes, especialmente a chinos y rumanos, a los que, previamente a su admisión, se les hacía un diagnóstico psicosocial. Aparentemente lo tenía todo racionalmente organizado y confiaba en el éxito del invento porque, según decía, siempre hay clientes curiosos para organismos raros.  Ni él ni yo podíamos prever el cataclismo y los desajustes que le ocasionaría esta caprichosa fundación.

Nostalgia necesitaba un experto en puntos y comas, y en esa calidad me incorporé yo, que, con perdón, trabajé de corrector de estilo en una editorial de prestigio, aunque marginal. Ahora estoy jubilado, pero me educó Don Quiterio en San Fermín con el Miranda Podadera y este libro me convirtió en  un obseso enamorado de la ortografía. Mi vida no tenía otro objeto que la perfección ortográfica. Ni me casé (mis novias me solían escribir con faltas de ortografía y las abandonaba fulminantemente, entre ellas a Silvia*) ni tuve trato carnal alguno fuera de mi irresistible asistente cubano, perfecto en la corrección ortográfica y en la caligrafía. Plácido también era de San Fermín, por cierto…

Pero centrémonos en el asunto, que no es precisamente mi vida privada: Contra mis lógicas previsiones, el engendro etimológico tuvo bastante éxito, mayor que el vaticinado por el fundador; a los dos meses teníamos un local grande con teléfono  y tres habitaciones, y llegaban a las tertulias tantas personas raras que, a veces, ingresaban sin el perfil adecuado, por ejemplo, un disminuido psíquico catalán, un iraní transexual  y dos enormes camioneras argentinas. Algunos usuarios se movían muy alegremente, sobre todo los dominicanos, lo que entusiasmaba al fundador.

Pero la actividad etimológica fue haciendo caer a Plácido en la confusión; al principio por pérdida excesiva de energías y, más tarde, por complicaciones psicológicas: comenzó su declive abandonando los estudios de gaélico  y relegando a Berckeley, lo que, paradójicamente le fue alejando alarmantemente de la realidad circundante a la vez que se enfrascaba en ella. Se le

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veía soñador, a veces en estado de languidez; le dio por comenzar a transcribir en versos alejandrinos absurdos la historia de Bizancio –que nunca abandonó-, en fin, empezó a cambiar para peor, según mi modesto entender.  El hecho de que se pusiera pendientes y de que comenzara a lucir una coleta ridícula no tenía importancia, pero había otros signos, esos sí, bastante más alarmantes, a saber, su estrenada  y extremada manía por la música barroca (que es siempre igual, se escuche al autor que se escuche, salvando a Purcell)  y su decisión irrevocable de  no intervenir en conversaciones de grupo porque, según él, en ellas no se buscaba la verdad sino el lucimiento personal. Fue este prurito, contrario a los usos sociales más agradables, lo que me obligó a mantener con Plácido largas conversaciones a solas que terminaron por constituir para mí una primera necesidad y me unieron afectivamente a él hasta la adicción, aunque sin llegar nunca a comprenderle del todo ni a estar de acuerdo con sus ideas.

En septiembre del 2006  Plácido había dejado ya de ser funcionario y se dedicaba de lleno a Nostalgia y a la historia de Bizancio. Había cambiado radicalmente su atuendo y su presencia física, parecía renovado, más juvenil y suelto, y, paradójicamente, cada vez más atento a cualquier clase de novedad mientras se iba hundiendo en su brumosa y atractiva lejanía. Además de conmigo, mantenía conversaciones interminables con el único nativo de Camerún (casi siempre paseando) y, tomando cervezas, con una rumana rubia melómana llamada María. Estas conversaciones le habían hecho abandonar por completo la administración de la ONG, que llevaba exclusivamente yo con la ayuda intermitente del disminuido psíquico catalán.

 

2. Natalia

Ese mismo mes empezó el desbarajuste: Insistió en  asistir Natalia a nuestras reuniones, muy interesada en profundizar en determinadas palabras como urdimbre, mefistofélico, brisa, aventura y otras. No tenía el perfil adecuado, porque era  de Logroño, pero el diagnóstico detectó curiosidad intelectual, inteligencia emocional alta y sociabilidad exigua; la verdad fue que la aceptamos porque Plácido la quería como conversadora privada. Desde mi humilde punto de vista, Natalia no tenía nada de especial**, aunque era una mujer agradable y quizás algo más experta de lo que podía suponerse a sus veintisiete años: acababa de romper con su cuarto novio, que para ella había sido el absolutamente definitivo y tenía decidido que siempre iba ya a vivir sola, con hijos o sin ellos. Supe más tarde que este novio era un mal pintor de Cuenca y que se llamaba nada menos que Zósimo. Mi amigo Plácido no había detectado en ella nada de lo que él odiaba: ni era verborreica ni parecía posmoderna, ni se daba a la sonrisa tonta. Se movía sin represión muscular, casi de modo danzarín, a pesar de una notable obesidad lumbar, y su sentido práctico permitió afrontar pragmáticamente  ciertas anomalías financieras de  Nostalgia. Hasta ahí, bien; pero, poco a poco, y siempre en mi humilde opinión, la atención que Plácido dedicaba a esta jovencita se hizo desmesurada y, por tanto, peligrosa. Ya está dicho que mi amigo no pisaba suelo real desde que dejó de estudiar gaélico. Ahora el problema era mayor, pues abandonó incluso la música barroca (creo que fue el único aspecto positivo de esta crisis) y se dedicaba con absurda exageración a la copla castiza.  Un día le pregunté abiertamente por qué estaba tan absorbido por la nueva,  qué le pasaba. No dudó en contestarme que era justamente la chica que tantas veces había soñado encontrar desde que era joven y que, además, le recordaba muchísimo a un cuadro de la Virgen de los Dolores que tenía su madre en la habitación cuando él era niño e inocente. Me atreví a recordarle las edades de ambos, pero, con gran sorpresa mía me dijo: ¿Es que no sabes todavía que yo no piso suelo real? Me dejó desconcertado, pues no se me había pasado por la cabeza que él también fuera  plenamente consciente de su problema.

 

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La absoluta y absurda dedicación a la chica, a Natalia, le cambió bastante la vida: cuando le acompañaba a su casa por las noches le notaba nervioso, pendiente del móvil, ese artilugio que hasta hacía un mes odiaba (hay que advertir que, cuando su ex -jefe de negociado le quiso regalar uno en la última navidad, le dijo, con dulzura sí, pero con firmeza, que se lo metiera por el culo). Tarareaba sin cesar  o susurraba para sus adentros las letras sensibleras y reiterativas de sus coplas, y en definitiva, le creció como un cáncer incurable la ilusión, en su sentido etimológico (es decir, que se hizo mucho más ”iluso”).

 

Mis sentimientos en aquella época eran  confusos: tengo que reconocer que estaba celoso. Era normal, yo ya me sentía afectivamente muy unido a él y estaba bastante harto de que hubiera abandonado las conversaciones íntimas conmigo después de haber prescindido del  camerunés y de la rumana. Ortográficamente hablando, Natalia era irreprochable, pero, por esos celos,  comencé a verla como enemiga declarada. Me propuse  investigarla - tengo que confesar que con técnicas de dudosa honorabilidad- por ver si encontraba razones disuasorias que sirvieran a mi ex-amigo para abandonar su ilusión. Además de la historia de Zósimo, averigüé, por ejemplo, que se le morían todas las plantas interiores que le regalaban o compraba, lo que me pareció gravísimo; que no estaba tan sola como Plácido creía, pues compartía mesa y manteles con un grupo de tres cubanos de cuerpos arrebatadores (tuve el dolor de comprobar que uno de ellos era precisamente Iván, mi asistente cubano); que sus cuatro amigas más frecuentadas estaban, como si formaran parte de una secta esotérica,  en avanzado estado de gestación, que tenía al lado de la oreja izquierda un gran lunar de color violáceo (el fundador no se fijaba en esas cosas, no pisaba suelo real)  y, lo más definitivo para Plácido, que asistía a unas absurdas sesiones  de astrofísica los jueves en compañía de Silvia, su mujer y mi ex novia. Naturalmente, me apresuré a dosificarle a mi amigo inteligentemente estas deshonestas averiguaciones, y mis esfuerzos tuvieron cierto premio, pero rematadamente contrario al que yo hubiera deseado.

Me lo anunció, yo le intenté disuadir ridiculizándole, pero lo hizo: Una tarde de enero de 2007  le planteó brutal y –me imagino- torpemente a la chica que estaba enamorado de ella. No me reveló la respuesta, no hacía falta, porque Natalia no era precisamente una ilusa, como él, sino una persona pragmática. De la clase de vergüenza que debió pasar me puedo hacer una idea, conociéndole. No sé si para huir de la indignidad o del sarcasmo, pero sin encomendarse a nadie, al día siguiente desapareció de nuestro local y de su casa. Su mujer y sus hijos me dijeron que no me preocupase, que le tenían localizado con el móvil, y que aceptaban de buen grado su decisión de aislarse. Pasó un año entero en el que, al parecer, Plácido vivió como un ermitaño dedicado a componer en más de quince mil versos de mester de clerecía la historia de Bizancio. Yo también decidí desaparecer, al menos de Nostalgia; las decepciones sentimentales recientes, la ausencia de Iván, graves decepciones ortográficas  y el abandono de mi amigo me habían castigado y deprimido en exceso: fue un año nefasto para mí. La gestión y las reuniones de Nostalgia, que permaneció pujante, quedaron en manos del catalán y de María. De vez en cuando, aunque yo no quería saber nada, ellos me informaban de novedades. Me decían que Natalia seguía asistiendo a Nostalgia  una vez a la semana, día que siempre aprovechaba para acudir a visitar a Silvia.

 

3. Final feliz

El seis de octubre de 2008 me dieron una noticia que me conmocionó: Natalia estaba embarazada. No quise saber de quién, porque tenía la vehemente sospecha de que Iván me daba la puntilla definitiva.  Por  esa época ya le había despedido de mi casa sin miramientos,  ahora yo  vivía en absoluta soledad, enfrascado en el borrador de un nuevo libro de ortografía que las  academias de castellano estaban decididas a editar con novedades sutiles pero importantísimas y deprimentes. El diez de diciembre  me encontraba rigurosamente hundido porque la liberalidad de las academias en lo tocante a ortografía me habían destrozado mucho más que las aparentes traiciones de Iván, me sentía derrotado para siempre, y mi vida carecía de picores intelectuales, estaba dispuesto a acabar definitivamente con mi vida absurda y fracasada. Pero cuando ya  estaba decidido a protagonizar el primer suicidio ortográfico en la historia del mundo, recibí un mensaje de Plácido: “ven a verme a Gijón, calle tal y tal, inmediatamente” y otro mensaje, a la media hora, de su mujer: “ven a conocer a mi nueva nieta, hoy mismo”.  Pospuse provisionalmente mi proyectado vuelo al más allá y, en la disyuntiva de ambos requerimientos, decidí, naturalmente, acudir a conocer a la nieta, no me apetecía mucho el reencuentro con Plácido: en parte, por rencor; pero, sobre todo, porque, en mi opinión, estaba ya más fuera del mundo que yo. 

Silvia, la mujer de Plácido, me acogió con amabilidad, nos encontrábamos solos después de casi cincuenta años, pues había tenido otras tres nietas sin haberme invitado a conocerlas. Tuvo a bien aclararme, en un tono confidencial que me sorprendió y me halagó, que la niña, Dulcinea, era realmente una nieta adoptiva procedente de una línea bastarda. Ni ella ni yo habíamos visto nunca un bebé tan hermoso, tan bien hecho como Dulcinea: estaba tan bien formada que parecía un milagro entre todos los bebés horribles y vociferantes que llenan el mundo. Su extremada belleza, sin embargo, no era óbice para que luciera un llamativo lunar violeta detrás de su oreja izquierda. No me dijo nada del padre, ni de la madre, no hacía falta. Fue ella la que sacó a colación el nombre de Natalia, de la que habló con un arrobamiento lúcido y sublime que me llegó a emocionar. Me despedí de ellas con pena,  sabiendo perfectamente el porqué de su inesperada llamada*** y el último servicio que el destino me estaba encomendando.  Aunque por esas fechas me encontraba siempre confuso y menoscabado de luces racionales, até cabos y lo comprendí todo. ¡Qué cretino había sido! ¡Que si  Plácido no pisaba suelo real, que si estaba más fuera del mundo que yo! ¡La historia de Bizancio en verso...! ¡La puta que me parió!

 

Toda mi consistencia ortográfica y afectiva se había derrumbado como un castillo de arena en la playa, no me había tocado ni el reintegro en la lotería del mundo. Pero este convencimiento, que unos días antes me hubiera llevado a una melancólica autocompasión, ahora me excitaba como sólo es capaz de hacerlo una injusticia grosera o un destino heroico. Silvia no me había encargado nada explícitamente, pero, al hablarme de Natalia, al nombrarla como la nombraba, había sabido imbuirme lúcidamente el convencimiento de que mi vida no tenía por qué ser del todo inútil.

 

Decidí aceptar la invitación (o la orden) de ir a Gijón. Plácido habrá podido ser muy inteligente, casi tanto como Silvia, pero seguro que ahora no tiene ni el más remoto presentimiento de la noche de amor que le espera conmigo. Seguro que querrá reanudar sus antiguas conversaciones íntimas, que me contará la propuesta de Natalia para utilizarlo como padre de alquiler para dos lesbianas, que querrá detallarme los meses  que esa gorda convivió con él en Gijón, su supuesto triunfo senil, su consciente autoengaño.

 

Pero tengo clara mi misión: no le voy a escuchar, le voy a proponer sólo cariño y sexo, me lo va a rechazar, como siempre, y le voy a matar, como es de justicia. Cuando un hombre sucumbe de ilusión y cuando ya sólo es un obstáculo para un final feliz, merece ser ejecutado.

 

Después emprenderé solo y en paz mi vuelo definitivo: a tomar por el culo la ortografía, Iván y los cuerpos de esplendor. Vivan las nuevas bodas. El mundo debe estar libre de gilipollas como Plácido y como yo. Y todo saldrá jurídicamente perfecto.

 

 

 

 

 

*Perdona, Silvia, pero tú misma se lo explicaste a Plácido.

 

**Natalia, no te tomes muy a mal, las cosas que digo de ti a partir de ahora. Te odié mucho porque me quitaste a Plácido. Cuando te mando esto, ya no importa nada el odio, pero lo mantengo, porque lo escrito escrito está.

 

***No es una acusación; yo no quiero decir que conscientemente me estabas mandando hacer lo que voy a hacer, que conste.